sábado, 14 de marzo de 2009

Sinsentidos

Resulta complicado darle la bola que se merece a un blog. Confieso que no soy un adicto a este tipo de cosas. Una vez leí el diario de Anna Frank y, la verdad, está bueno tener un diario personal, pero las pocas ganas que me dan de escribir me matan. Es muy difícil llenar un espacio sólo por cumplir. Para mí, los estados de ánimo juegan un papel muy importante a la hora de transmitir las sensaciones que atraviesan mi cabeza. Hubo una vez en que los espacios estaban, digámoslo así, llenos. Sin embargo, cada una de esas maravillosas personas raras veces podían sentarse a la cabecera de una mesa servida. La típica imagen de la familia unida, con un papá, una mamá, uno o dos hermanos y un perro, llega a ser tentadora.
En la historia de nuestro país, hubo una generación que buscó ese ideal, considerado burgués. Pero buscaron socializar los espacios, inventar los sentimientos. No los dejaron, o mejor dicho, no pudieron. Aún hoy, existen ciertos dinosaurios retrógradas que lo único que hacen es mirar el futuro con la nuca.
La semana pasada, mientras se desarrollaba una asamblea, me di cuenta de que la tecnología y el pasado (¿el pasado?) van de la mano: mientras uno de los dinosaurios hablaba al resto de la manada, se oyó un ringtone (así se llama ahora). Sé que es natural escuchar ringtones en toos lados, hasta en una biblioteca; pero este tenía una música particular, que me recordaron a las formaciones en la escuela, mientras se izaba o se arriaba la bandera; me recordaba al “si quieren venir que vengan”; me recordó acierto ex intendente de la localidad bonaerense de San Miguel; me recordó a un llorón sentado en el banquillo de acusados.
Pero un ringtone puede significar muchas cosas: una llamada del ser amado, una invitación a un asado, una llamada equivocada. Pero la música de ese teléfono definió una sola cosa para mí: están entre nosotros.

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